Mar, 23 Abr 2024 17:28 PM

Una tarde con Roberto "Chico" Barbón

   Tuve la suerte y el honor de conocer recientemente a Roberto “Chico” Barbón, el primer latinoamericano en jugar en el béisbol profesional japonés, y no pude sino quedarme maravillado con su inagotable energía y su indudable carisma caribeño, que no ha perdido ni un pelo de fuerza a pesar de los 55 años que han pasado desde llegó al imperio del sol naciente.
 
   A sus casi 80 años, Chico, como le conocen todos, aún posee el físico delgado y esbelto que le permitió disputar 11 temporadas en la Liga del Pacífico con los Bravos de Hankyu (hoy Búfalos de Orix) y la fuerza suficiente para correr por las calles de Kobe, saltar escalones para alcanzar un tren que está a punto de partir y bromear con la gente que se encuentra a su paso.
 
   Su broma preferida es saludar a las niñas que salen de colegio llamándolas directamente por sus nombres, lo que genera una reacción en cadena de dudas y sorpresas. “¿Y este señor cómo sabe mi nombre?”, se pregunta la niña aludida, mientras que sus amigas de inmediato empiezan a preguntarle de dónde conoce ella a ese señor, sin darse cuenta ninguna de que todo viene del hecho de que todas y cada una de ellas llevan una plaquita en el pecho con sus nombres que las identifican en su respectivo colegio.
 
   Vestido aún como un cubano típico de los años 50, desconfía del sushi y la carne cruda, pero habla japonés fluidamente y ha disfrutado al máximo de la vida que le ha tocado llevar, por accidente, en el país. Ha conocido a todas las estrellas, tanto locales como importadas, que han pasado por la liga, ha aparecido en más de diez películas de cine y programas de televisión y hasta fue dueño de un restaurante por más de diez años, pero su amor por la pelota lo devolvió al oficio que lo ha mantenido toda la vida.
 
   Sentando en el lobby del hotel Ana Crowne Plaza de Kobe, recuerda el maratónico viaje que lo trajo a Japón en 1955. “Me demoré tres días en llegar porque en ese entonces no había aviones de jet, sino de motores. Recuerdo que salí de Chicago rumbo a Los Ángeles, luego paramos en Hawai, luego en la Isla Wake y finalmente llegamos a Tokio. El viaje era tan largo que incluso la línea aérea PanAm solía darle un diploma a todos los pasajeros que cruzaban el Pacífico”.
 
   “Era el mes de febrero y después de aterrizar me dijeron que esperara dentro del avión y saliera de último porque unos periodistas me querían entrevistar. Mientras esperaba, me puse a mirar por la ventana y vi unas cosas blancas afuera que no sabía lo que eran. Yo había escuchado que Japón era como las Filipinas o Hawai, así que cuando llegué a Hawai me compré varias camisas cortas esperando encontrarme con un clima cálido, pero cuando salí del avión me di cuenta de que lo que había visto era nieve y me morí de frío”, explica entre carcajadas.
 
   Chico formaba parte de un grupo de 20 cubanos que habían viajado a los Estados Unidos para jugar béisbol en las ligas de color. Cuando ingresó a las divisiones menores de los Dodgers de Brooklin se hizo amigo del dueño de los Trotamundos de Harlem, quien le abrió las puertas para venir a Japón.
 
   “Yo jamás pensé en quedarme aquí por tanto tiempo. Mi plan original era jugar por uno o dos años nada más y luego regresarme a Cuba, pero luego vino el problema de la revolución y todos los vuelos hacia la isla fueron suspendidos, así que simplemente no me pude regresar, tuve quedarme aquí”, señala. “Pasé 30 años sin ir a La Habana y cuando regresé, sólo pude hacerlo gracias a la invitación de un canal de televisión de Hiroshima que hizo un reportaje de hora y media acerca de mi regreso a Cuba. Cuando llegué allá, por supuesto, todo estaba cambiado”.
 
   Las cosas han cambiado radicalmente desde que Chico se quedó prácticamente preso en Japón. “Cuando yo llegué aquí en 1955 todo esto estaba muy atrasado. Yo me acuerdo que el viaje de Tokio a Osaka en locomotora tomaba 8 horas y media, cuando hoy día es de apenas 2 horas y media en el tren bala. Además, en aquella época no había hoteles occidentales como los hay ahora, así que me tocó quedarme en un hotel japonés y dormir en el piso, como hacen ellos y además utilizar las letrinas orientales, que están en el suelo. Tampoco había ningún tipo de comida occidental, ni Coca Cola ni nada por el estilo, así que pensé que esto no era para mí, que era mejor regresarme a Cuba”, confiesa.
 
   No obstante y a pesar de verse obligado a comer arroz con pollo “mañana, tarde y noche” porque no le gustaba o sabía pedir nada más, perseveró y encontró su puesto en su nuevo trabajo y su nuevo país. “Cuando llegué a los Bravos de Hankyu nadie hablaba inglés ni mucho menos español. Eso era japonés todo el día y yo además estaba solo en el equipo, no tenía ningún compañero extranjero, así que no me quedó otra que aprender. Lo que hacía era echar broma con mis compañeros en las noches cuando cenábamos después de que se acababan los juegos y así fue que aprendí. Si hubiese tenido un compañero extranjero en el equipo quizás no hubiese aprendido el idioma, pero como estaba solo no me quedó otra”.
 
   No sólo es el país el que ha cambiado drásticamente desde su llegada, sino también el estilo de béisbol que se juega en él. “La diferencia más grande que noté cuando llegué fue la manera de lanzar de los lanzadores japoneses. Todos lanzaban por debajo del brazo y siempre me sacaban de paso. Hoy día ya lanzan por encima del brazo como en occidente, pero en aquel entonces todos los hacían por debajo. También era evidente que los jugadores japoneses carecían de poder. Eran bajos y flacos y no tenían demasiada fuerza para batear jonrones o para lanzar duro. Hoy día han progresado mucho, pero en aquel entonces estaban muy atrasados”.
 
   “Otra cosa que noté de inmediato es que aquí la práctica vale más que el juego. Yo siempre les digo a todos los peloteros extranjeros que vienen aquí que si no se adaptan los botan, aunque tengan una buena temporada. Siempre les digo que se olviden de todo lo que han aprendido antes y que comiencen de cero, si no, no podrán triunfar. Yo he visto como 20 o 30 peloteros extranjeros que han venido y han tenido buenas temporadas, pero aún así los han botado porque no han sabido adaptarse”.
 
   Luego de verse obligado por las circunstancias a quedarse en Japón, decidió sentar raíces en el país. Se casó con una mujer japonesa y estableció su hogar en Nishinomiya, una pequeña ciudad ubicada entre Osaka y Kobe en la que quedaba el estadio en el que jugaba su equipo.
 
   Tras 11 años de servicio activo como jugador, se retiró y pasó ser intérprete del equipo, trabajo que mantuvo hasta que se retiró definitivamente. No obstante, siempre se ha mantenido ligado de alguna forma u otra al club, sirviendo como consejero a la directiva y en general a los jugadores extranjeros que llegan cada año.
 
   “Yo estoy encantado con la vida que he llevado aquí en Japón, no podría ser más feliz. Todo el mundo me conoce y me trata muy bien. Adonde quiera que vaya, desde Okinawa hasta Hokkaido, tengo amigos o conocidos. He tenido la oportunidad de conocer a todas las estrellas que han pasado por esta liga, sean japonesas o extranjeras. Al único que no conocí fue a Eiji Sawamura porque lamentablemente murió en la guerra, pero a todos los demás los he conocido. Además, he hecho películas y hasta tuve un restaurante, así que no me puedo quejar. Si me hubiese regresado a Cuba como tenía planeado, es probable que ya estuviese muerto”, concluye.
 
   Chico continúa viviendo en Nishinomiya más lleno de vida que nunca y siempre ligado al amor de su vida, el béisbol. Sirve de padrino o abuelo a todos los jugadores extranjeros de Orix, se mantiene al día con todo lo que ocurre en ese deporte tanto en Japón como en las Grandes Ligas, concede entrevistas a distintos medios de comunicación y disfruta comiendo y pasando un buen rato junto a viejos amigos que aún regresan al país cada año para recordar los viejos tiempos.
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